jueves, 29 de abril de 2010

La obsesión de Fulgon (parte 3)


Todo había vuelto a la calma, los nocturnos habían firmado la paz con El Reino del Sol y no volverían a atacar. La noche había recuperado su esplendor junto con el brillo de los recuerdos de la hija de la luna. Pero... no todo estaba tan en calma como parecía, y Dinfen sospechaba sobre ello. Fulgon se estaba empezando a comportar de un modo muy extraño; se pasaba el día mirando por el alfeizar a quién sabe donde, metido en reflexiones que no compartía con nadie.

-Mi señor. ¿Le ocurre algo? ¿Hay algo que le preocupe?
-Buenas noches Dinfen. No, no me pasa nada.
-Permitid que lo vea por mi mismo. Solo será un momento. ¿Cuál fue la prueba que la mujer de las aguas te impuso?
-Fue una tontería, algo muy sencillo.
-Nunca te fíes de la sencillez de una mujer tan poderosa como ella. ¿Qué fue?
-Un beso. Solo tenía que besarle.
-Ten cuidado. Y si sientes deseos de ir por ella, no lo hagas. Porque será tu perdición, jamás regresarás a casa.
-Déjame, Dinfen.

Este, preocupado, se marchó de los aposentos del príncipe dejándolo solo. Se dirigió a la torre alta del castillo, donde tenía su biblioteca y todos sus escritos. Se quedó mirando el reino que su hijo había construido a la luz del amanecer.
Entonces, a lo lejos divisó un caballo blanco galopando hacia los límites del reino. Inmediatamente corrió a los aposentos de Fulgon, pero este ya no estaba allí. Dinfen se dirigió al ventanal, levantó la vista hacia el sol que se asomaba por el horizonte y rezó;

-Por favor, protege a tu hijo, a tu luz y tu calor.

Fulgon cabalgó buena parte de la mañana para cuando llego al Páramo Verde, al lago donde conoció a aquella mujer de belleza ancestral. Desmontó y repitió los pasos para hacer que la dama saliese de su escondite del lago; rozó el agua con los dedos creando una honda hasta llegar a la cascada, que se partió en dos. Allí estaba ella, con su vestido blanco, su pelo azulado, y sus ojos, negros como la noche. Esta avanzo hacia Fulgon por encima del agua hasta llegar a él, se detuvo esperando que él diera comienzo a la conversación pero en vista de que no lo hacía empezó ella misma;

-Dime Fulgon, ¿por qué has vuelto a venir?
-He traído la espada de vuelta.
-Muy bien.- Extendió sus maños sujetando la espada con delicadeza y la arrojó con sumo cuidado al fondo del lago.- ¿Algo más?

Fulgon agachó la cabeza. No tenía muy claro por qué, simplemente había ido allí porque sentía la necesidad de volver a verla, de volver a estar con aquella mujer.

-Quería volver a verte. Nunca había conocido a nadie como tú. ¿Quién eres?
-No soy nada y lo soy todo, soy el agua que corre por los ríos y que se hunde en este -lago, pero a la vez no existo. Por eso estoy aquí sola.
-A mi no me importa estar a tu lado.
-Eso es porque tú, príncipe de la corte del sol, no has podido contra el deseo de estar junto a una mujer. Esa era tu prueba.
-No, no es cierto, yo he venido aquí porque yo he querido.
-Entonces, ¿ serías capaz de no volver jamás?
-…
-Ya veo. Puedes hacer e ir donde te plazca si aun estás a tiempo de recuperar algo de tu voluntad. Pero as de saber, que nunca seré tuya, ni de nadie.
-Te esperaré.
-¡Jah! ¿esperarme? Estarás muerto dentro de unos años y yo seguiré aquí intacta y joven.
-Entonces me quedaré aquí por siempre.
-¿Es eso lo que quieres? ¿ese es el precio que pagarás por el préstamo de la espada? ¿tu alma?
-Si.
-Muy bien. Te quedaras aquí para siempre.

Dicho esto, el agua del lago comenzó a arremolinarse entorno a Fulgon envolviéndolo y atrapándolo en un enorme remolino de agua. Y cuando todo quedó en calma nada se movía en el lago; las aguas estaban tranquilas en su cauce, la dama del lago había desaparecido y todo estaba repleto de un profundo silencio.
Dinfen cabalgaba lo más rápido que podía, ya estaba llegando al lago después de tan largo camino. Al llegar desmontó y hechó un vistazo a las aguas, estaban en calma. De repente su mirada se clavó en una figura inconfundible y descubrió con horror a su hijo arrodillado, ahora convertido en una estatua de piedra, en un gesto de respeto mientras las aguas de la orilla acariciaban lo que antaño habían sido sus pies.